EL PROFESOR DE BAILE (Cuento)










EL PROFESOR DE BAILE.

Noche templada y estrellada; noche preciosa para ir a bailar. Llamé a mi amiga y acordamos la hora para encontrarnos en la milonga elegida.
Nos habían reservado uno de los mejores lugares y nos instalamos dispuestas a que no nos quedara ni una sola tanda sin bailar. Todos sabemos que conseguir eso es cuestión de actitud, no baila más quien sabe bailar sino quien con su conducta, hace que la inviten. De acuerdo a esa premisa, convinimos en hacer valer nuestra actitud avasalladora esa noche.
Al poco tiempo de estar allí y después de haber bailado dos o tres tandas, nos llamó la atención la llegada de un señor de unos cincuenta años a quien nunca habíamos visto, muy bien vestido, que se sentó muy cerca nuestro y ahí fue, donde ambas pensamos que teníamos la noche ganada.
Seguimos bailando con la certeza y el placer de pensar que ese señor no nos invitaba todavía porque, evidentemente, quería cerciorarse de nuestro nivel de baile, algo muy común en el comportamiento de los milongueros.
Un rato después, en la tanda de valses que empezaba con Desde el Alma y es mi preferido, me dí vuelta para mirarlo. Inmediatamente el hombre se levantó y se acercó a nuestra mesa.
¿A quién invitaría? me pregunté. Me alegré cuando se paró frente a mí y muy ceremonioso, me ofreció su mano para salir a la pista.
Debe bailar lindo, pensé. Yo había sido la elegida entre todo el universo femenino y eso me agradaba. Pero cuando empezamos a bailar, me dí cuenta de lo equivocada que estaba y me arrepentí de haberlo mirado. Se notaba a la legua que había tomado unas pocas clases y hasta le regaló un lindo pisotón a uno de mis zapatos de gamuza.
No cabía duda de que aparte de su muy cuidada presencia, no había otra cosa, salvo que era amable. Al terminar la tanda y acompañarme hasta la mesa, dijo muy sonriente que más tarde hablaríamos.
Una vez que lo ví sentado a su mesa, le dije al oído a mi amiga: ni se te ocurra bailar con él, no sabe bailar y por lo que ví, no debe ser un buen alumno.
Cuando mi amiga y yo decidimos descansar y quedarnos en la mesa tomando una copa de vino, sucedió. Aquel hombre se acercó a nuestra mesa y después de ensalzar mi manera de bailar, me ofreció dar clases de tango con él.
Mi asombro fue aumentando a medida que lo escuchaba hablar. Su propuesta consistía en organizar una gira por varios países de Europa para dar clases, cosa que sería un gran negocio para ambos. El alojamiento sería en casa de amigos que tenía en España y Alemania y nuestro único gasto sería el pasaje.
A esta altura, lo interrumpí diciendo que no me consideraba capaz de dar clases y menos con alguien a quien no conocía. Me explicó que como esas clases serían para extranjeros que no sabían nada de tango, haría imprimir diplomas de premios ganados en la Argentina para aparentar ante los alumnos, así como dos currícullums bien frondosos, mostrando todas las giras que habíamos hecho por distintos países en años anteriores.
Me dijo que el organizador de esa milonga le había contado que yo era instructora de tango y fue por eso que decidió invitarme a compartir ese negocio.
Esto me sucedió realmente hace muchos años y sin embargo, hasta el día de hoy no he podido olvidarlo.
¿Será porque todavía no puedo creer hasta donde llega el oportunismo y la desfachatez de algunas personas o será que mi ingenuidad sigue siendo uno de mis mayores defectos?
A.M.N.

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