ENTREVISTA A MONICA ROMERO

                                                          BAILÉ,  SIEMPRE  BAILÉ…

 Ana María Navés

Busco una mesa chiquita y lo más retirada posible del bullicio; la encuentro en un rinconcito acogedor y con no mucha luz.
Me acomodo y recorro con la mirada el lugar, disfrutando de esas paredes cubiertas de madera oscura y algunos espejos, hasta que el mozo se acerca. Unos minutos después, disfrutando mi café con canela y esperando que el frío con el que llegué me abandone,  pienso en esa mujer con la que debo encontrarme y que no se hace esperar.
Cuando la puerta de ese alto café, que me recuerda al Tortoni pero en miniatura, se abre por tercera vez, ella entra. La observo caminar hacia a mí con una actitud decidida aunque no me conoce, pero soy la única persona que,  sentada sola,  la mira llegar.
Me saluda como si nos conociéramos desde hace tiempo y comienza, sin preámbulo alguno, a hablar de muchas cosas, picoteando en diferentes temas, pero sin decidirse por ninguno.
 De pronto me dice: bailé, siempre bailé.
Cuenta que sus comienzos fueron guiados por grandes maestros de danza  jazz y contemporánea, como Beatriz y Víctor Ferrari, entre otros. En teatro, integró los ballets de Nélida Lobato, Zulma Faiad, Moria Kazán y Nanín Timoico. También trabajó en espectáculos para turistas, los que comenzaban cuando terminaba la función teatral. Muchos, muchos lugares fueron testigo de lo que a ella más le gustaba: bailar.
Mi vida era muy loca y no paraba nunca – recuerda. En ese tiempo, al cuerpo de baile del teatro donde yo trabajaba, había llegado un bailarín con el que yo no quería bailar y se lo había dicho al director; no me gustaba.
Un día, a pedido de ese director, fue a ver un show de folklore del Ballet Nacional, dirigido por El Chúcaro. Uno de los integrantes, era aquel bailarín y fue ése el momento que marcó un antes y un después en la vida de Mónica. Aquel evento, fue el lugar y el instante donde ella –reconoce - se sintió atraída por el hombre  que, en ese momento, era primer bailarín de ese ballet; el mismo con el que ella no había querido bailar en el teatro: Omar Ocampo.
 Comenzaron entonces a trabajar juntos y, más tarde, a intentar una vida compartida.
Y aquí estoy – me dice – bailando junto a él, después de tanto tiempo, habiendo realizado muchas giras a muy diferentes lugares,  además de esa gira interminable con el Sexteto Mayor y la presencia protagónica en el show de Mariano Mores, desde 1985 hasta hoy.
Todos los años Omar y Mónica arrivan a Buenos Aires en el mes de julio porque, desde hace ocho, son convocados para integrar el jurado del Mundial de Tango en agosto, en la categoría Tango Escenario.
Siempre, a principios de septiembre, organizan  un Encuentro con Maestros del folklore argentino, al que llega gente de todos los puntos del país. Este es un evento que vienen organizando desde hace mucho tiempo, con todo éxito y mucha concurrencia.
Y en octubre, vuelven a Londres, a su base de operaciones, donde armonizan tango y turismo en un tour, recorriendo varias ciudades de Jordania; lo mismo sucede en abril, con un tour a Egipto.
El resto del tiempo, lo dedican a clases de tango y folklore.
En el Hotel Sheraton de Pilar, funciona su escuela de tango y, muchas veces, a pedido de sus alumnos, las clases se dictan en diferentes countries de la zona.
Mónica Romero es una mujer perspicaz, inquieta, coherente y bucea, en el transcurso de nuestra conversación, tratando de encontrar en la intrincada sociología del tango, las respuestas a sus incógnitas, que no siempre llegan; me da su opinión, me pide la mía, y pone sobre el tapete algunas actitudes de gente de la milonga, con las que no está de acuerdo.
Pero no está frente a mí sólo para contar los proyectos de Los Ocampo; también lo está para mostrar su orgullo de ser abuela y de la noticia que le han dado hace poco, de que lo será por tercera vez.
De cómo disfruta las vacaciones con su marido, y de cómo le sigue gustando el baile; de cuánto ama su trabajo que, entre otras cosas, le ha permitido conocer el mundo entero, con sus bellezas y sus miserias.
Y sigue hablando sin parar, contándome algunas cosas y diciendo cada tanto: “eso no lo pongas en la nota, eso te lo cuento a vos”.
Entonces, sin saber exactamente cómo, sin entender muy bien de qué manera, visceral, inconscientemente, desvía la conversación hacia el tema más doloroso y delicado que hace que hoy, al rompecabezas de su mundo le falte una pieza: su mamá, Estela Raval.
Es así que los recuerdos se acercan a nuestra mesa, les hacemos un lugarcito, y se instalan allí compartiendo emotivamente esa charla que hasta ese momento, había sido distendida.  Aquí es donde Mónica baja un cambio y su monólogo se torna diferente, más íntimo, más cristalino, más lento, más entrañable.
Dice con emoción que no trata ni puede esconder, cuánto bien le hizo descubrir todo el amor y la admiración que la gente sentía por su mamá; era  algo que nunca lo hubiera podido imaginar. En pocas palabras, describe sentimientos encontrados y dolores irreparables, así como el eterno agradecimiento por tantas muestras de afecto recibidas de aquí y de lugares muy lejanos.
Me cuenta que ahora, en sus clases, pone tangos cantados por su mamá y también, en voz muy baja, me confiesa que hacía un tiempo la había convencido para que grabara un CD solamente con tangos.
Esto hubiera sido hermoso y un gratísimo recuerdo para todos los que la querían tanto pero, evidentemente Dios, tenía otros proyectos para ella...


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