CARLOS GAVITO; EL HOMBRE DE LAS PAUSAS


Este fue el primer artículo que escribí para la revista Punto Tango. Esto da la pauta de mi profunda admiración que siento por este bailarín inigualable e inolvidable.

EL HOMBRE DE LAS PAUSAS.

“ A veces, mientras bailo, siento que la música es tan sublime que cualquier movimiento estaría de más; por lo tanto, hago una pausa para escucharla”

Nada más simple que esta reflexión para mostrar su filosofía tanguera. A pesar de gustarle todos los ritmos, en su adolescencia comenzó a conectarse con el tango y a vislumbrar lo que sería su destino final.

Gavito anduvo por el mundo probando suerte y en ese periplo recorrió muchos países en la mayoría de los cuales, no le fue bien. Era una época difícil para el tango y más para vivir de él, pero su obstinación lo hacía seguir. Su meta no se desdibujaba; se había empecinado en ser bailarín de tango y vivir de las clases y exhibiciones, cosa que a esa fecha todavía no había podido conseguir.

Persiguió con ahínco lo que eran sus sueños y en los años 90, después de haber pasado mucho tiempo en el exterior, volvió a Buenos Aires. Su regreso coincidió con el comienzo de la inimaginable resurrección del tango. En este tiempo, sus parejas de baile fueron primero Marcela Durán con quien trabajó en las coreografías de Forever Tango y más adelante, María Plazaola.


La última presentación en público bailando con Geraldine Rojas cuando ya su enfermedad estaba muy avanzada, confirmó su modo de sentir. En esa exhibición se lo vio demacrado, consumido y con signos evidentes de su dolencia irreversible sin embargo, en el momento de bailar, se transformó y fue el mismo de siempre.

Su baile era distinto, endiabladamente diferente. Había descubierto sin querer la sublimidad de esa danza y quería pertenecerle. Necesitaba mostrarle al mundo la esencia de esa música que se adueña del bailarín y lo posee, la que provoca emociones y hace que las sensaciones más insospechadas, afloren como si nada.

Bailaba como si sus movimientos encerraran indiscretos y a la vez inconfesables deseos, que sólo su pareja intuía y, en el momento del entendimiento y la conexión absoluta, vivía, disfrutaba, presentía.

Mezcla genial de milonguero con el alma entera puesta en la danza y autodidacta empedernido, combinaba exquisitamente la sensualidad innata que envolvía sus movimientos lentos, salpicados de pausas, con la reciedumbre del milonguero machista. Pero no bailaba como un milonguero de esos que estamos acostumbrados a ver; tampoco como un bailarín de academia. Lo hacía con ese estilo claramente suyo impregnado de sensibilidad, placer y misterio, que muchos pretendieron imitar.

Cuando visitaba las milongas, llegaba tarde y hasta que no veía que la pista comenzaba a vaciarse, no salía a bailar.

Carlos Gavito, hijo de un argentino y una española, era un hombre de porte elegante, alto, delgado, con esa barba que lo hacía tan interesante y que remarcaba un rostro de rasgos finos y delicados.

En el baile era flexible como un mimbre y en sus movimientos, perfeccionista y preciso pero a la vez, suave y brillante. Apoyaba sus pies en el suelo con tanta delicadeza como abrazaba. Su abrazo cerrado, firme y contenedor, hacía sentir a la mujer cuidada y segura.

Bailaba los silencios con movimientos imperceptibles e inducía vehementemente a su pareja a compartir ese momento sublime e irrepetible. Cuando esto sucedía, el entorno vibraba dentro de un contexto de fascinación total.

Su pasión indiscutida junto con la maravillosa improvisación de sus movimientos, fueron sin duda el condimento mágico para la valoración de su danza. Incitaba a su pareja a seguirlo en el baile, jamás la obligaba; se manejaba con la intención que imprimía a sus movimientos y las señales inconfundibles de su torso.

Su pensamiento acerca de la mujer en el tango, era que había que hacerla sentir una reina, para que el hombre, pudiera llegar a sentirse un rey. Se descubría, se realizaba, trascendía a través de ella.

Abandonó un día de julio de 2005 el tango pausado que bailaba, para seguir seduciendo con otro tango, el de la pausa eterna.
Ana María Navés.

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