EL DESTINO DE MIMI (cuento)
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EL DESTINO DE MIMÍ.
Mimí, la naifa que hacía poco había aparecido en el barrio, llevaba ya varias horas parada en la esquina esperando sin suerte que algún gavión la invitara a su bulín.
EL DESTINO DE MIMÍ.
Mimí, la naifa que hacía poco había aparecido en el barrio, llevaba ya varias horas parada en la esquina esperando sin suerte que algún gavión la invitara a su bulín.
Cada vez se le hacía más difícil la subsistencia desde que el malevo aquel la había abandonado cambiándola por una vampiresa.
Mimí, rozando los cuarenta y tres, ya no era el budinazo de antes, cuando los chabones se peleaban facón en mano, para no compartirla. Pero ella se había encajetado con él y él con ella y terminaron viviendo juntos. Mimí era feliz teniendo dueño.
Sin embargo, habían pasado unos años y con tanta oferta como había en el centro, él optó por cambiarla por otra, de un día para otro.
Le dio el olivo del cotorro una noche y le ayudó a preparar los petates. Hoy a ella solo le quedaba ofrecer sus favores y servicios a jovatos, algunos no tan sanos, y cada tanto a operarios y fabriqueros manchados de grasa y hollín.
Mimí añoraba la vida que el bacán le había regalado durante esos años, pero ahora no tenía otra opción. De vivir en un alto bulo limpito y perfumado en el trocén, había pasado a una pieza húmeda y maloliente de una pensión barata en los suburbios, donde ni ventana ni radio tenía.
Su única compañía era el silbato agudo del tren que pasaba a una cuadra de allí y al que se había acostumbrado a escuchar. Ese silbato que era su único vínculo con la realidad y con el afuera y de quien hacía tiempo se había hecho amiga.
Pero... ¿Dónde había quedado su dignidad? se preguntaba Mimí. ¿Cuándo había perdido el lugar de señora que disfrutaba esperándo en el balcón en las noches de verano, tejiendo carpetitas al crochet mientras él escolaseaba con los amigos ?
Todo había cambiado lamentablemente y sabía que eso no tenía solución. Se sentía un ser despreciado y se culpaba por no haber sabido buscar un hombre de bien en lugar de aquel gavión que le hizo la vida fácil durante unos pocos años y ahora, la haría sufrir de por vida. Porque ella lo amaba.
Descangallada y triste, emprendió el camino de regreso a la pensión con su mente ensombrecida por pensamientos oscuros y desalentadores, que hacían cada vez más lenta su marcha como si no quisiera regresar nunca a esa pieza lúgubre.
Mientras yiraba por la yeca solitaria con el marote gacho, unas pocas lágrimas de impotencia se asomaron a sus ojos, esas que eran el resultado del dolor que la acompañaba hacía varios días.
Su paso era lento, así como lenta había sido la aceptación de su sino, sin encontrar alguna salida para ese calvario que, minuto a minuto, aumentaba sin poder dominar.
Un ruido ensordecedor la sobresaltó y al levantar la cabeza, se encontró con ese tren que tanto amaba, embistiéndola sin razón.
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A.M.N.
A.M.N.
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