EL NEGRO PORTALEA

BAILANDO BAJO LAS ESTRELLAS.

Artículo publicado en la revista PUNTO TANGO

“Yo creo que en el tango lo más difícil es caminar bien; porque caminar ligero, lo hace cualquiera”

En el Sin Rumbo de Villa Urquiza, fue el duende sutil que paseaba su estampa elegante sobre ese damero negro y blanco fregado con lavandina y cepillo. El empezó a frecuentarlo allá por el año 42’, cuando la actual pista era un patio sin techo, poblado de hombres que practicaban tango entre ellos.

Pero en ese entonces, tenía quince años y todos los pibes de su edad tenían prohibido practicar, sólo podían mirar. Recién uno o dos años más tarde, le permitieron entrar a los bailes de barrio, fecha que coincidió con su primera pilcha de hombre.


El Negro Portalea, como lo conocían en el barrio, empezó a tener admiradores por doquier por su forma de moverse en la pista, lenta, armoniosa, disfrutando con cada movimiento que hacía y deleitando a quienes lo miraban.

El Sin Rumbo fue durante muchos años el lugar elegido donde dejó el alma bailando Di Sarli, bajo las luces mortecinas de las lamparitas de colores que, junto con guirnaldas de banderines, cruzaban el cielo del patio.

Su caminar pausado, calmo, imperturbable, jugaba a su favor. Decía que el tango no es tanto una cuestión de figuras como de saber andar, de aprender a caminarlo. Y que esa forma de bailar, tiene más de improvisación que de coreografía.

De perfil bajo, nunca quiso ser un bailarín profesional aunque tuvo ofrecimientos para viajar al exterior. No aprendió con ningún profesor, no copió nada de nadie; sólo mirando le sobró paño.

Cuando el tango emigró de Buenos Aires en el 60’, empujado por el desdén y el olvido de muchos, dejó de bailar. Las milongas habían ido desapareciendo poco a poco y ya no había donde ir. Otros ritmos fueron ganándose a la juventud que cambió el tango por el rock y el bolero. Ese fue un tiempo de mucho dolor para los milongueros que quedaron huérfanos de contención y sin su dos por cuatro.

Desde ese momento, el Negro no bailó más. Se recluyó durante casi diecisiete años con la sola compañía en sus horas de trabajo, de los programas de tango que había en la radio, que eran muy pocos y que sonaban despacito al final de una de las largas galerías del cementerio de San Martín, donde trabajó tantos años.

Su alma fue entristeciéndose de a poco hasta casi morir desintegrada de dolor. La depresión cubrió su vida y lo obligó a buscar ayuda médica. Después de un tratamiento psiquiátrico que se extendió por poco más de dos años, el médico le dijo: “no venga más, lo que tiene que hacer usted es ir a bailar” – contaba.

Y volvió al ruedo. Retornó al tiempo quieto del tango que trataba de sobrevivir a su agonía dolorosa, pero con serias promesas de sanación. Era el momento donde todavía el baile de tango, empeñado en hacerse ver, estaba oculto en reductos exclusivos casi clandestinos y zótanos, donde noche a noche su música embriagaba a esas mujeres y hombres sedientos de emociones y de identidad. Los músicos llegaban a esos lugares de a uno, sigilosamente, para compartir con los pocos bailarines una noche especial recordando la era de oro.

El regreso del Negro a las pistas se produjo unos años antes de la resurrección de su tan amada música. Y entonces, su figura cadenciosa volvió, una vez más, a pasearse por los patios junto a su esposa, su compañera de baile de siempre.

Esporádicamente dio algunas clases pero no era lo que más le gustaba; prefería dar consejos a quienes se lo pedían. Sin embargo, cuando enseñaba no mostraba figuras, enseñaba a bailar y bailar significaba caminar con elegancia, pisando con la música, mostrando la verdadera esencia del tango y sintiendo el auténtico placer de la improvisación.

Siempre decía que no había “un estilo Portalea como dicen por ahí, cada uno baila según su personalidad” y la suya, lo hacía bailar al piso, caminando y cuidando la elegancia de la postura pero prestando su mayor atención a la melodía.

Su delicadeza en el desplazamiento a través del espacio dancístico, fue en síntesis el mayor atractivo de su baile fecundo y la razón indiscutible de tanta admiración.

Su danza fue filmada en varias oportunidades por directores europeos y para la National Geographic reconociendo su valía. Unos años más tarde, los extranjeros que llegaban atraídos por el tango, hacían una visita obligada a Sin Rumbo que se estaba convirtiendo en un lugar emblemático, para verlo bailar.

En el invierno de 1997, el Negro Portalea se despidió de la vida para cumplir con una cita impostergable.
Ana María Navés.

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