El entorno había desaparecido; aunque había mucha gente no la veía, no la sentía, no nos rodeaba. Toda esa multitud había dejado de existir para mí. Estábamos sólo él y yo; éramos solamente uno. Sentía su mano en mi espalda provocándome escalofríos alucinantes y el calor de su aliento sobre mi cara, me encendía el rostro.Los ojos cerrados me dejaban imaginar exclusivamente lo que yo quería; era dueña absoluta de todo un universo que solamente me inundaba de placer, de sensualidad, de ansias de que no terminara nunca, de dicha.La música cosquilleaba mis oídos haciéndome sentir plena, grandiosa, omnipotente, dueña del mundo, de mí y de él.Todo lo que me rodeaba formaba un marco invisible y exótico que me transportaba por caminos laberínticos hacia un mismo lugar donde quería estar y el aire que me envolvía me contenía, me poseía.Era como si ambos flotáramos dentro de una nube que nos separaba del mundo y a la vez, nos incluía dentro del universo dantesco donde las estrellas nos alumbraban haciéndonos perder en la noche. El momento era sublime y etéreo y el campo magnético estaba delimitado por su cuerpo y el mío. La sensualidad se había adueñado de mí y tenía la sensación de no poder responder a otro mandato que el de la suya. Nada ni nadie podría sustraerme de ese estado donde la saciedad no tenía fin; ésa era mi sensación. Un minuto después, mientras su mano ejercía una levísima presión en mi espalda desnuda, la música cesó. Abrí los ojos como descubriendo por primera vez el mundo y me di cuenta que ese tango y su fascinación, habían terminado.
Extraído de Desde el Alma.
Ana María Navés.
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